Irse al país de la nostalgia

Por Héctor Palacios 

El tema de irse del país vuelve cíclicamente entre mis amigos en Venezuela. Sospecho que emerge entre los pequeños espacios que dejan las crisis de turno. A veces es un conflicto político, otras son apagones generalizados, otros son problemas en el metro, o alguna terrible anécdota que denota que la inseguridad goza de buena salud, y los hospitales de mala.

Yo me he ido de Venezuela dos veces. Una a estudiar y volver. La otra a trabajar/aprender, ya con menos certezas sobre si volveré o no. En ningún caso di un portazo al salir, pero hay quienes lo dan, y lo entiendo. Más bien me han dado portazos a mí. Unos me han acusado de apátrida o de no querer a mi mamá. Se me ha lanzado en cara lo que el país me dio. Otros me gritan que el país es una mierda, y que cómo me atrevo a no decirlo claramente.

Quedarse o irse depende fundamentalmente de que está haciendo uno, de que quiere hacer, y en que quiere gastarse la vida. Por ejemplo, si quieres impactar en una sociedad donde tu esfuerzo pueda producir cambios a corto plazo, quédate en Venezuela. Si quieres leer sobre literatura medieval alemana, y sólo hacer eso, pues quizás mejor irte. Si quieres vivir cerca de una playa que esté siempre cálida, subir todos los fines de semana a la montaña, visitar a tu mamá y a tus amigos de siempre, entonces ni de vaina te vayas. Si para ti es imposible pensar que alguien puede no dar los buenos días al subirse a algún bus, o llegar a una panadería, pues no se vaya. Lo va a pasar mal. Pero si usted es un poco desarraigado, o le gustan los retos, o quiere hacer una cosa que cree le irá mejor por allá, pues vaya e inténtelo. El único consejo es que no putee ese lugar de donde viene. Ese lugar lo lleva consigo. Putearlo es cagarse en un rincón del dormitorio. Puede que se sienta aliviado, pero la mierda queda allí, llenándolo todo.

Conozco a varios a quienes no veo yéndose, por lo que hacen. Unos porque tienen una lucha que se da justo en Venezuela. Otros porque quieren hacer mucho dinero, tener servicio en casa, apartamento en la playa, y un carro por miembro de la familia. Si usted quiere vivir mejor que los demás, mejor quédese en Venezuela. También conozco a algunos muy jóvenes que tan sólo mirándolos, sabes que tienen ese descaro que podría permitirles vivir dónde sea. Puede ser por ganas de comerse al mundo, o por una primigenia distancia respecto a todo, a la familia y los amigos.

Los que nos vamos tenemos que saber que nunca terminaremos de llegar. Que aquel portu que se paseaba por todas las expresiones del venezolano criollo, tiene el mismo problema. A veces más leve, a veces más grave. Nosotros, al irnos, lo tendremos también. No habrá hogar de verdad, porque hemos roto con el hogar primero, y por tanto los siguientes siempre estarán en duda. Se trata, por tanto, de saberse transitorio. De mirar con simpatía esa distancia que hace que uno no termine de entender del todo qué le pasa a esta gente que vive en el país en el que estamos.

Ojalá la inseguridad, el costo de la vida, el caos de la ciudad, sea sólo uno de los varios factores. Buscar sólo la comodidad es preludio de una vida triste. Hay otras cosas. Otra fantasía es la libertad, creer que por allá va a poder hacer todo, cuando en realidad será casi siempre un engranaje más. Si hay mucha libertad, mire bien a su alrededor. Es muy probable que estén dejando a la gente a su suerte alrededor.

Juntarse con los emigrados es visitar un zoológico de nostalgias. Unas son románticas, recordando todo eso bonito que dejaron atrás. Arepas que no engordaban, sol que siempre bronceaba y nunca quemaba. Otras se declaran no-nostalgias, pero en medio de la rabia y las maldiciones, se delata que sólo el amor puede producir tanto dolor.

En realidad, incluso viviendo en el país de origen, uno vive lleno de nostalgias. Uno tiene ilusiones sobre el pasado del país, sobre como era la familia, o la música. Uno mira las cosas como están y sueña con un país diferente. Secretamente lo extraña.

Las calles, las plazas, las peluquerías, los autobuses, están llenos de nostalgias superpuestas. De ilustrados relatos que se sientan uno al lado del otro, y sólo comparten los buenos días, o un pequeño comentario que delata si el otro es de mis nostalgias, o de las de aquellos desalmados.

Por eso quizás emigrar es una oportunidad de hacerse consciente de esas distancias.

Haga lo que quiera y no juzgue. Que las migraciones a largo plazo nos traerán paz, y harán del mundo un lugar más interesante. Si va a dar un paso, pues con fuerza. Bien sea el paso de quedarse, o el paso de irse. Que sean siempre pasos, nunca inercia.

Héctor Palacios, Madrid/ España 

@Hectorpal

www.rayasypalabras.net, 20 de septiembre de 2011

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