Lo que sé, lo que recordé, lo que aprendí

Por Enrique Adolfo Castro

Llegué a Haití el 05 de diciembre de 2010 y me fui de allí el 02 de febrero de 2011. Durante ese tiempo, estuve involucrado directamente en la operación humanitaria más grande jamás montada por Médicos Sin Fronteras: la emergencia por la epidemia de cólera en Haití, en conjunto con otras labores relativas al terremoto.

Mi trabajo fue administrativo, básicamente se trataba de controlar el dinero y los fondos para mantener la operación y pagar la construcción de hospitales, los costos de vida de los voluntarios internacionales y, tal vez lo más importante, los salarios de los trabajadores nacionales. Durante dos meses trabajé con más de 55 expatriados -de múltiples nacionalidades y diversas especializaciones- y más de 1.200 haitianos.  Conocí siete localidades diferentes: Puerto Príncipe, Cabo Haitiano, Limbé, Plaisance, Dondon, Grande Rivière du Nord y Bahon.

Esta experiencia, una de las más satisfactorias y enriquecedoras de mi vida, me permitió aprender cosas nuevas, pero, sobre todo, devolvió a mi memoria ciertas vivencias que el tiempo y las comodidades me hicieron olvidar. Con estas líneas, no tengo la intención ni de enseñar ni de demostrar nada a nadie, simplemente deseo compartir los pensamientos que rondan mi cabeza desde el día que llegué a Haití.

Casi había olvidado que todos los seres humanos tienen la misma capacidad para el bien o para el mal, independientemente del color de su piel o del Dios a quien le rezan en las mañanas. Esto parece evidente, pero siempre es bueno recordarlo. Sobre todo en tiempos en los que el racismo parece controlado, pero que en realidad aguarda bajo la superficie esperando la menor provocación para colarse fuera de la máscara de civilidad que muchos aparentan tener.

Aprendí que la voluntad de vivir es más fuerte que cualquier obstáculo porque, pese a las condiciones de vida inhumanas en las que habita la mayoría de la población, pese a la ausencia total de gobierno y de apoyo social y, por consecuencia, la insuficiencia (por no decir carencia) de los más básicos servicios públicos y/o sanitarios, los haitianos no pierden el deseo de vivir. Siempre estoicos, con la frente en alto y siguiendo adelante, la gente no se da por vencida.

Más de un millón de personas  se levantan día a día dentro de una carpa o tienda de campaña, sin agua corriente ni electricidad, muchas veces sin siquiera saber si podrán comer algo durante esa jornada y aun así no abandonan la lucha, a pesar de la inaceptable herida que ha sufrido su dignidad humana. Cada una de sus historias es un ejemplo de coraje y de aplomo, que me permitió relativizar los problemas cotidianos que tenemos en nuestras sociedades occidentales.

Entendí que independencia no es sinónimo de libertad y que la simple remoción de una tiranía colonial no garantiza una mejora en la vida de los ex-colonizados. En Haití, como en muchos otros casos, los esclavistas sólo cambiaron de color y de nacionalidad, pero los esclavos siguen siendo esclavos, 200 años después de las guerras de independencia. Las caras de los héroes aparecen en billetes que no tienen ningún valor, mientras los ideales por los que lucharon se pierden en el polvo de los campos de refugiados que aún viven en tiendas de campaña desde hace más de un año.

La libertad es, ante todo, la capacidad de escoger, de elegir, y esa es, precisamente, la principal carencia de la mayoría de los haitianos. La ignorancia y la miseria los atan a una rueda de más ignorancia y más miseria, sin posibilidades visibles de escape.

Del mismo modo, palabras como “soberanía” y “patriotismo” no significan absolutamente nada si no ayudan a mejorar la calidad de vida de las personas que viven en un determinado país. Pregúntele a un habitante de Guadalupe si cambiaría su estilo de vida colonial (dependiente de Francia) por una vida soberana en Haití y verá lo que responde.

Si bien es cierto que todos los países tienen derecho a la autodeterminación, también es cierto que estas palabras son muchas veces mal utilizadas por políticos oportunistas para chantajear los sentimientos más puros de amor a la patria y a los compatriotas. En todo caso, la soberanía no justifica la pobreza y la miseria que puede atravesar un pueblo gracias a la ineficacia y negligencia de sus gobernantes.

Me di cuenta de que poder leer y escribir es un lujo y realmente me estrujaba el corazón ver personas luchando para escribir su nombre. Estaban aquellos que aprendieron a «dibujar» los símbolos que forman un sonido equivalente a su nombre, sin mencionar los que sencillamente no podían ni leer ni escribir y lo admitían con una mezcla de tristeza y vergüenza en sus ojos. Muchas veces, una pequeña X reemplazó a nombres tan hermosos como Marie-Louise o tan gallardos como Jean-Pierre. Al ver el enorme esfuerzo que ponía la gente en plasmar esa X, me di cuenta de lo afortunados que somos de ser capaces de expresar nuestras ideas y de poder entender las de los demás, de forma escrita.

Por último, quiero mencionar el tema del Vudú. Al llegar a Haití, casi esperaba encontrar un país completamente entregado al vudú. Lo que encontré fue una sociedad profundamente cristiana, con 8 de cada 10 negocios con nombres como “Dios es mi redentor”, “Dios del Universo”, “Regalo de Cristo”, “La Sangre de Jesús”, etc. El vudú existe sobre todo en las zonas rurales, y de cierta manera está engranado en el profundo tejido de la sociedad, pero no representa una influencia particularmente poderosa en el devenir del país.

Afirmar que Haití es una nación «pagana» o «entregada a ritos satánicos» no sólo refleja ignorancia sino una viciosa arrogancia e incluso xenofobia. Además, el Vudú no es más que una ancestral tradición traída de África que ni los franceses ni los españoles lograron erradicar. Los poderes coloniales esclavizaron y torturaron a los africanos, pero no pudieron quitarles la libertad de adorar a sus propios Dioses y de continuar con sus creencias. El vudú es el testimonio vivo de la perseverancia del ser humano ante la adversidad y es también una rica muestra del legado imborrable de África en la cultura latinoamericana.

Estas son, poco más o menos, las ideas que han rondado en mi cabeza durante el tiempo que estuve en Haití.

Enrique Adolfo Castro es Licenciado en Estudios Internacionales, egresado de la Universidad Central de Venezuela y posee una Maestría en Negocios Internacionales de la Universidad Jean Moulin en Lyon (FR). Actualmente vive en Praga, República Checa.

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